
Barrio, color y conciencia: arte urbano desde las periferias
“En los márgenes, la resistencia se pinta a todo color.”
Murales y Grafiti Político26/03/2025
En los bordes de la ciudad, donde las calles a veces carecen de pavimento pero sobran historias, el arte urbano no es un adorno: es una necesidad. Lejos de los circuitos oficiales del arte y de los centros culturales institucionales, en lugares como Iztapalapa, Ecatepec o Tláhuac, el muralismo y el grafiti florecen como expresión directa de una identidad popular que no pide permiso para existir. Aquí, los muros son memoria, denuncia y orgullo.
Muro y territorio: la periferia como lienzo
En las zonas populares del Valle de México, el arte urbano cumple una función profundamente comunitaria. No se trata solo de estética, sino de visibilización. Pintar un muro en la periferia es marcar territorio simbólicamente, apropiarse del espacio y decir: “Aquí estamos, esto somos.” En lugares históricamente marginados por el Estado, los murales se convierten en mecanismos de resistencia cultural y de construcción colectiva de sentido.
Proyectos como Pintemos Iztapalapa o Somos Barrio en Ecatepec han impulsado cientos de intervenciones que abordan temas como el feminicidio, la violencia policial, la identidad chola, las raíces indígenas o la memoria barrial. Muchos de estos murales son realizados de forma colaborativa entre artistas y vecinos, lo que transforma el proceso creativo en una experiencia de organización social.
Arte que denuncia y sana
La violencia estructural que atraviesa a las periferias se traduce en una necesidad urgente de expresión. Por eso, muchas piezas urbanas no solo decoran, sino que gritan. En las paredes se retratan mujeres desaparecidas, se exige justicia, se cuestiona la militarización y se honra a líderes comunitarios asesinados. El aerosol se vuelve grito y consuelo. En Iztapalapa, por ejemplo, colectivos como Mujeres de Maíz han usado el muralismo feminista para acompañar procesos de duelo, lucha y sanación comunitaria.
El mural se convierte así en un dispositivo de memoria colectiva. Una manera de no olvidar, de exigir justicia y también de imaginar futuros posibles. Pintar es también cuidar: del espacio, de la memoria, de la comunidad.
Entre tradición y rebeldía
Aunque muchas de estas expresiones dialogan con el muralismo tradicional mexicano, su carácter es más rebelde y directo. No siempre hay permisos, no siempre hay presupuesto, pero sí hay urgencia. Las imágenes emergen del barrio, hablan en su lenguaje, con sus códigos, desde su dolor y su alegría. Se apropian de símbolos indígenas, chicanos, populares; mezclan la Virgen de Guadalupe con el punk, el maíz con la máscara de lucha libre, el grafiti con el códice.
Y aunque estas obras muchas veces no son reconocidas por el circuito artístico oficial, su potencia política y estética es innegable. Son arte público sin intermediarios, hecho por y para el pueblo.
Color como estrategia de transformación
Más allá de la crítica, el arte urbano periférico también propone. Reconfigura imaginarios, revitaliza espacios, mejora la percepción de seguridad y teje redes. Hay colonias enteras que han cambiado su rostro gracias a procesos de muralización colectiva. En Tláhuac, por ejemplo, jóvenes que antes estaban vinculados a pandillas ahora coordinan talleres de arte para niños y producen murales con mensajes de autocuidado y antiviolencia.
El color se convierte en estrategia. Un mural no resuelve la marginación estructural, pero puede ser el primer paso para abrir una conversación, para recuperar un espacio abandonado, para generar comunidad. En contextos donde lo común ha sido fracturado por la violencia, pintar juntos es también una forma de reconstruir tejido social.
Porque en las periferias, donde lo urbano se encuentra con la exclusión, el arte no es lujo: es resistencia.
Y cada muro pintado es una declaración colectiva de existencia, dignidad y posibilidad.


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